Bibliografía
Consultada
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El
resultado de las últimas elecciones generales ha acercado al gran público el
sistema de elección del Presidente del Gobierno. Hasta la fecha, la atención
social se concentraba en el debate de investidura, por lo demás, mero trámite
del candidato de quien ya se sabía que contaba con suficiente confianza de la
cámara.
Pero con el Congreso más fragmentado desde la Transición, no es ya difícil
encontrar un candidato que pase el debate, sino encontrar un candidato, lo que,
por primera vez desde 1978, ha obligado al titular de la Corona, S. M. Felipe
VI, a desplegar sus facultades constitucionales más allá del hasta ahora papel
ceremonial realizado por su padre.
Este
apunte tiene por objeto una comparativa sintética entre las diversas formas de
intervención de un monarca constitucional
en la elección de su jefe de Gobierno dentro de un modelo parlamentario de
Estado. Por tanto, excluye de su análisis a las monarquías absolutas, como
Arabia Saudí, Omán, Brunei, Suazilandia, o dictaduras dinásticas como la
República Popular de Corea. Si bien se apuntará brevemente a monarquías
constitucionales de diversos países, nos moveremos entre monarquías de corte
occidental u occidentalizadas.
Tampoco, aunque sería de gran interés, se abordará el encaje institucional dado
por la República Sudafricana a las monarquías internas en su territorio ni
países con situaciones similares como Uganda o Indonesia. Dada su
excepcionalidad, la Ciudad del Vaticano queda excluida.
Felipe VI recibe a Patxi López, Presidente de las Cortes.
Tan
complejos como heterogéneos, los diversos procesos históricos recorridos en
cada país por las Casas Reales todavía reinantes hasta vaciarse de funciones
gubernamentales, deviniendo órganos simbólicos integrados constitucionalmente,
resultan casi imposible de universalizar por medio de criterios sistémicos. Por
regla general, a diferencia de sus homónimas destronadas, las monarquías que
perviven se han caracterizado por adaptarse a los cambios constitucionales que
las han ido privando progresivamente de poder efectivo, con escasa o nula
resistencia. Esto puede haberse logrado tanto por vía consuetudinaria,
especialmente a través de la desuetudo,
como en Bélgica, Noruega o Reino Unido, o bien, por medio de reformas
constitucionales escritas, como en Dinamarca o Japón. A menudo, debemos señalar
la presencia de un decisivo factor azar para explicar las caídas de monarquías
como la alemana, la griega o la rumana cuyas trayectorias no muestran
diferencias significativas con algunas Coronas hoy reinantes. En otros casos
como, Bulgaria, Rusia, Imperio Austrohúngaro o Italia, la caída de la monarquía
se explica fácilmente por su objetiva incapacidad para aceptar cambios
democráticos en el país o comprometer su apoyo hacia regímenes autoritarios
como el fascismo.
El
origen de las monarquías dista mucho de ser homogéneo. Frente a monarquías de
ininterrumpida duración, como Suecia, Dinamarca, Japón o Mónaco, o bien, que ha
padecido brevísimas interrupciones, como la británica,
encontramos las jovencísimas monarquías belga y noruega. Por supuesto, la
reciente independencia de ambos países -Bélgica, 1830, Noruega 1905- habría
impedido una duración mayor. Pero lo significativo es que muchas naciones surgidas
en la época contemporánea han adoptado esta forma de gobierno, a menudo con
extraordinario arraigo popular. La longevidad, en consecuencia, no constituye
un requisito para su existencia. Sí suele serlo la continuidad. Rara vez una
monarquía ha sobrevivido a una prolongada interrupción. Tal vez por eso la
restauración monárquica española de 1975, tras cuarenta años sin Rey, representa
un suceso excepcional.
Juan Carlos I, Rey Emérito de España
Pese
a tomar distancia de la posición mayoritaria de la doctrina, no podemos afirmar
que la democratividad de la monarquía se sitúe en los institutos del refrendo y
la irresponsabilidad (ARAGÓN 2013:788-789), pues estos no son exclusivos a
reyes, sino característicos de la jefatura de Estado parlamentaria, monárquica
y republicana. Durante el siglo XIX, los monarcas conservaron las competencias
del poder ejecutivo, pero los ciudadanos votaban un parlamento que los limitaba
junto a sus ministros e incluso podía imponerles decisiones. El reino se
volvía, de ese modo, democrático, constitucional, pero no parlamentario, al
menos no, como entendemos hoy ese concepto. En definitiva, si una Corona es
democrática deriva exclusivamente de su aceptación popular, la búsqueda de
preservación de esta aceptación explica, de hecho, el motor de las
transformaciones del poder regio a su situación actual.
Pese
a sus muchas similitudes, los propósitos del Rey y el Presidente de República
en el parlamentarismo son bien diferentes. Del último se espera un auctoritas activo, capaz de arbitrar
entre las fuerzas políticas en las grandes controversias. Por tanto su
prestigio deriva tanto de su magistratura, como de su propio carisma. Para
mostrar esto último, si bien, la mayoría de sus actos están reglados, dispone
de un mayor margen para expresar su voluntad en ellos, especialmente en su
oratoria, ya que no se le exige una neutralidad tan estricta, sino más bien,
mera corrección institucional.
En
cambio, en palabras del antiguo Jefe de la Casa del Rey, Sabino Martínez
Campos: "la principal función del Rey es ser". Bueno, tal vez, más
que su función sea su propósito. El auctoritas
regio emana directamente de la institución, más que de sus méritos. Sí, el
Presidente de la República también encarna al Estado, pero en su caso se valora
más su función de poder moderador, mientras que el Rey fundamenta su presencia
en una encarnación de la idiosincrasia histórica del Estado, más que por las
actuaciones que este realice en la vida pública. Dicha personificación del
Estado a menudo condiciona el estilo de vida del monarca y su familia en
ámbitos tan privados como la religión. Así, el monarca noruego, danés y sueco
están obligados a profesar la religión protestante, mientras que desde el
destronamiento de Jacobo II, ningún monarca inglés puede ser católico.
Al
monarca parlamentario se le exige una neutralidad mucho más estricta que al
Presidente de la República, lo que limita mucho sus tareas de moderador
institucional. En España, el Título II de la constitución de 1978 apenas le
deja actos como jefe de Estado en los que no intervenga de modo reglado. Del
mismo modo las opiniones que manifiesta al público se construyen siempre desde
la adhesión a los valores constitucionales, o la situación general del país,
esquivando cualquier concreción que pudiera dejar entrever su parecer.
Los
poderes jurídicos del Rey, para algunos constitucionalistas "inexistentes como
poderes propios" (ARAGÓN, 2013: 792), según otras opiniones simplemente
"formales que, en ningún caso, son expresión de su voluntad"
(MELLADO, 2011:42), no deben considerarse sin importancia por ser ceremoniales.
De hecho, si el Rey o, en su caso, el instituto de la Regencia no ejercieran
tales funciones, el Estado se paralizaría
ya que cuestiones tan capitales como la aprobación de leyes, la sanción de
tratados internacionales o el nombramiento de altos cargos quedarían sin validez
jurídica,
huérfanos de su intervención.
Napolitano, ex Presidente de la República Italiana, un gran "hacedor de gabinetes".
Pese
a todo, nuestra constitución reserva al Rey una serie de actos como jefe de
Estado en los que sí expresa su voluntad personal -además de por supuesto los
de su esfera privada. Casi todos estos actos tienen carácter personalísimo, a
saber, su abdicación, consentimiento matrimonial, nombramiento del tutor de Rey
menor en su testamento (art. 60.1 CE), administración, nombramiento y cese del
personal civil y militar de su Casa
(art. 65 CE), así como la elección del candidato a Presidente del Gobierno
(art. 99 CE).
Es
importante tener claro que el Rey no elige al jefe de Gobierno. En el
parlamentarismo, republicano o monárquico, tal elección corresponde al poder
legislativo, sea por la vía ordinaria (art. 99 CE) o por la moción de censura
constructiva (art. 114.2 CE). El monarca se limita a proponer candidato al
Presidente del Congreso, luego de evacuar consultas con los grupos políticos,
tras la celebración de elecciones, en caso de muerte o dimisión del Presidente,
o que este pierda una cuestión de confianza (art. 114.1 en relación al art. 112
CE). Cabe preguntarse si el Rey podría dar cualquier de un español mayor de
edad, en pleno goce de sus derechos. Pues bien, como hipótesis teórica, no
puede descartarse. Ahora bien, si el Rey hiciera un uso irresponsable de esta u
otra de sus atribuciones constitucionales, las Cortes probablemente harían una
interpretación extensiva de la noción de inhabilitación, deponiéndolo de sus
funciones en favor de una Regencia (art. 59 CE).
Según
la convención constitucional, el deber constitucional del Rey es proponer al
Presidente del Congreso al candidato que, de acuerdo con las opiniones
expresadas por los representantes de los partidos y la composición de la
cámara. Ciertamente, en un Congreso con mayorías claras, incluso absolutas como
hasta ahora, la discrecionalidad del Rey en la proposición del candidato para
el debate de investidura desaparecía. Sólo tenía un posible candidato, con que
su rol quedaba en pura formalidad, pero con un Congreso fragmentado como el
surgido de las pasadas elecciones, la decisión final del Rey le obliga a asumir
una responsabilidad derivada de la discrecionalidad de la misma, incómoda para
el papel dado hasta ahora a la Corona en nuestro país. Personalmente, suscribo
la opinión mayoritaria en la doctrina, encabezada por el profesor Pérez Royo
(SÁNCHEZ, 2011:47), de que el legislador constituyente habría hecho mejor en
dejar en manos del propio Presidente de la cámara baja el trámite de las
consultas y proposición de candidato, en paralelo con otros modelos, como el
holandés que veremos infra.
El Rey Juan Carlos I firma la Ley Orgánica de su abdicación.
De
todos modos, la Constitución española no es excepcional en este aspecto. Con
frecuencia, en la monarquía parlamentaria resera al titular de la Corona algún
papel en la elección del jefe de gobierno no es excepcional. Otra cuestión es
si la monarquía goza de algún tipo de libertad discrecional, como en el caso
español, o bien actúan ceremonialmente dentro de un procedimiento reglado.
Según este criterio podemos agruparlas en tres bloques:
a)
monarquías que disponen margen discrecional en la elección del candidato.
b)
monarquías que no participan de esa elección.
c)
monarquías que toman parte en la elección de un modo ceremonial en un
procedimiento tasado.
Sin
duda el Rey de los Belgas es el monarca
parlamentario que contribuye al más alto nivel efectivo en la selección de su
Primer Ministro, e inclusive a la construcción del gabinete. Aunque su Constitución
no le concede facultades significativamente distintas a las del Rey de España, como
consecuencia de un complejo entramado de circunstancias, siendo destacables, la
polarización de movimientos nacionalistas entre las comunidades lingüísticas
francófona y flamenca albergando esta última una fuerte corriente
independentista de signo ultraderechista, sumada a la extraordinaria
fragmentación del electorado, han hecho del Parlamento belga uno de los más
atomizados del mundo, tal vez excepción hecha del Knésset israelí. Con este crispado escenario, los belgas mantienen
desde hace décadas la inestabilidad como sistema político, habiendo batido el
preocupante récord de más de 500 días sin gobierno tras las elecciones
generales de 2010.
El Rey Emérito de los Belgas, Alberto II, al lado de su hijo, el Rey Felipe.
Per se,
esta situación no tendría por qué haberse traducido en una mayor intervención
de la Corona en los debates para la formación del gobierno. Los belgas podrían
haber buscado a otra institución como árbitro efectivo, como el Presidente de
la Cámara Baja, o el prestigioso Consejo de Estado belga,
relegando al Rey a su papel simbólico. Sin embargo, la elevada popularidad de
la monarquía y la pacífica aceptación de su arbitraje por todas las fuerzas
políticas, inclusive partidos republicanos o los independentistas flamencos, han
posibilitado que en la actualidad el nombre del Primer Ministro, los partidos
que integran su gabinete y hasta la identidad de los ministros, se decidan, con
suma naturalidad, en el Palacio Real. Cabe destacar que ni la imagen de
neutralidad, ni la popularidad del Rey han sufrido por esta causa.
Si
la inestabilidad política se agravara en nuestro país, no habría que excluir
una mimetización de nuestra Corona con la belga. Si bien, en nuestro caso
parece improbable, atendiendo a la declarada hostilidad que los sectores
republicanos izquierdistas manifiestan hacia el Rey.
Cierra
este grupo el Gran Duque de Luxemburgo
cuyas facultades y grado de intervención son análogos al español. Como nuestro
Rey, evacua consultas y realiza el encargo formal a un candidato. Salvo
excepciones, la práctica habitual es que los partidos acuerden las cosas entre
ellos de modo que el monarca disponga de la seguridad de estar encargando
formar gobierno a un candidato con mayoría parlamentaria asegurada.
Las
tres monarquías de este bloque de monarcas disfrutan de poder discrecional en
la elección del Primer Ministro. Dentro del modelo parlamentario, esto les
equipara en poderes a muchos Presidentes de República de Alemania, Irlanda o
Austria... Por supuesto existen casos como Islandia, Italia o Portugal
cuya jefatura de Estado republicana con muchas más prerrogativas que los
monarcas parlamentarios, pero también otros, caso de Grecia o, durante cierto
tiempo, Israel,
con un Presidente mucho más ceremonial que estos monarcas.
En
el extremo opuesto a Bélgica, España y Luxemburgo, encontramos a Suecia. Tras
la reforma constitucional de 1974, la Carta Magna escandinava no sólo suprimió
muchas regias prerrogativas tiempo ha derogadas por desuetudo, sino que, yendo más allá, redujo al Rey a una función
simbólica más protocolaria que constitucional. Carlos XVI es el único monarca
reinante del planeta que ni siquiera sanciona
las leyes que se aprueba en su país. Esta función, así como evacuar consultas y
proponer candidato a Primer Ministro competen al Presidente del Riksdag o Parlamento sueco.
Tampoco
el emperador japonés ni los copríncipes andorranos intervienen en modo alguno
en la elección de su jefe de gobierno.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el directorio militar del General MacArthur a
cargo de Japón supervisó una transición del país a un modelo constitucional
parlamentario bajo dos grandes premisas: evitar que pudiera alzarse de nuevo
como amenaza militar,
y garantizar su incorporación al bloque aliado frente a las URSS. Para lograr
lo último, no tardó en verse indispensable salvaguardar la figura del emperador
de los Juicios de Tokio y cualquier responsabilidad por lo sucedido en la
guerra, conservándola como cabeza de la nación en el nuevo régimen.
Aunque
en esta decisión influyó que únicamente comunistas y sectores afines se
declaraban republicanos entre los japoneses, no cabe duda de que pesó más la
literal adoración que el pueblo
profesaba a su monarca. No en vano, la rúbrica "El Emperador" (art. 1 a 8) abren la Carta Magna nipona.
De hecho, los americanos tuvieron que vetar expresamente, tanto en esta como en
el resto de leyes, toda referencia a la condición de dios en vida o arahitogami
que se le atribuía. Lo que no impidió que, más allá de la letra del
ordenamiento jurídico, el culto a su figura perviva a nuestros días rallando el
fervor religioso. Paradójicamente, por este motivo, se estimó que si bien los
mayores actos de solemnidad del Estado: convocar elecciones, sancionar leyes,
tratados o reformas constitucionales requerían de la intervención imperial,
involucrarlo aunque fuera formalmente en el debate político, haciéndolo
participar de la elección del Primer Ministro, habría supuesto una afrenta a su
sacra persona, quien se limita a tomarle juramento y ser informado de los
asuntos del gobierno.
Los emperadores de Japón.
El
caso andorrano combina dos interesantes singularidades: una jefatura de Estado
bicéfala que no reside en el país.
La nueva Carta Magna de 1993 clarificó constitucionalmente al Principado.
Respecto a los Copríncipes, el Obispo de la Seo de Urgell y el Presidente
Francés, recalca que pese a su dualidad, ambos desempeñan "conjuntamente y
de forma indivisa" la Jefatura del Estado (art. 43.1 CA), con poderes
meramente formales. Así la elección del Cap
de Govern queda en manos del Consell
General (art. 68 CA), el órgano legislativo, restando para los Copríncipes
la mera tarea de sanción del nombramiento, en que no han participado, sin
posibilidad de oposición.
Dinamarca
es el país más representativo del heterogéneo tercer bloque, es decir, el de
aquellos monarcas que participan simbólicamente en la elección del jefe de
Gobierno, sin margen discrecional alguno. La Reina Margarita II mantiene la
tradición de autorizar al candidato que se postule a primer ministro a formar
gobierno, pero este le viene a propuesta de los partidos del Parlamento o Folketing, sin que ella pueda
seleccionarlo o rechazarlo. En caso de que fracase o decline, el candidato está
obligado a dar a la reina un nombre alternativo para que le invite a formar
gobierno en su lugar, de nuevo sin posibilidad de rechazo o elección por su
parte.
Países
Bajos constituye un caso particular de inhibición del titular de la Corona en el
proceso de formación de gobierno. Históricamente el Rey dialogaba con los
partidos directamente, proponiendo un candidato Primer Ministro o former tras las consultas a quien encargaba
la formación de gobierno. Durante el S. XX las dificultades para formar
gobierno se agravaron, fracasando muchos former
en el encargo. Entonces surgió la figura del informer, un delegado propuesto por el Rey que asume su rol en el
proceso de la formación de gobierno.
Ya
no es el Rey sino el informer quien realiza
consultas con los partidos. En sus negociaciones hace cosas que el monarca no
podría realizar sin violar su neutralidad, principalmente proponer los términos
del acuerdo político que sustente a la coalición gubernamental. Asegurando el
consenso, es el mismo informer quien
proponer al former que, tras obtener
la confianza parlamentaria, jurará su cargo ante el monarca. La convención
constitucional establece como regla general que Rey nombre informer al político electo de más edad en el grupo con mayor
representación en la Cámara baja de los Estados Generales.
Pese
a tener una constitución más antigua que su propia independencia,
Noruega ha adaptado en la práctica su Carta Magna hacia una total independencia
del gabinete gubernamental respecto al Rey quien conserva importantes poderes,
si bien durmientes de facto en el
sueño de la desuetudo. No existe en
puridad un "debate de investidura", para el Primer Ministro, en un
país, que ha consolidado de la convención de que forme gobierno el líder del
partido más votado. El vencedor de las elecciones se limita, pues, a acudir a
palacio a jurar su cargo, sin perjuicio de lo difícil que luego resulte su
acción de gobierno, más teniendo en cuenta que a diferencia de la mayoría de
sistemas parlamentarios, en Noruega el Primer Ministro no puede pedir al Rey la
disolución anticipada del Storting.
Los Reyes de Países Bajos.
En
el Reino Unido tampoco existe una manifestación de confianza parlamentaria
expresa en favor del gabinete cuando empieza la legislatura. Dado que su
sistema electoral de mayoría relativa propicia mayorías absolutas con un porcentaje
bajo de votos, se sobrentiende que existe.
Como medida de apoyo, desde la Segunda Guerra Mundial se ha reforzado la
convención constitucional de que si nadie alcanza la mayoría absoluta, el
vencedor formará gobierno en minoría con el único fin de volver a llamar a
elecciones.
Mediante este sistema, el parlamentarismo británico no sólo relega al
formalismo el encargo de formar gobierno al ganador de las elecciones en Buckingham Palace,
sino que hace justicia a las palabras de R. Aron "la Cámara de los Comunes
reina, pero no gobierna"
(TORRES DEL MORAL, 2012: 513).
En
el peculiar sistema constitucional británico, la monarquía excede el papel de
jefatura del Estado, identificándose a la Corona con el propio Estado. Desde un
punto de vista funcional esto carece de trascendencia en el sistema
parlamentario de gobierno, o la administración de la justicia, pero sí nos
ayuda a comprender la nominalidad de ciertas fórmulas legales del país, así
como la ideología que conduce a dieciséis Estados soberanos de la Commonwealth, con constituciones
similares a la británica, caso de Canadá, o bien con un formato escrito, caso
de Belice, a reconocen a la Reina como su Jefa de Estado. La idea subyacente en
este sistema trasciende la noción de "nexo cultural" con que a menudo
se enfoca, ya que la pretensión de compartir monarquía implica, precisamente
por lo que esta representa, "hermandad nacional". Pese a que per se este vínculo se traduce en ningún
tipo de consecuencia, si ha establecido un clima propicio para estrechar lazos
económicos, diplomáticos y, por supuesto culturales.Como se puede suponer, si
la Reina interviene formalmente del nombramiento del Primer Ministro británico,
su intervención todavía es menor en la elección del jefe de gobiernos de
aquellos países en que no reside. La paradoja que se da es que si la Corona no
ejerce en el Reino Unido un papel de arbitraje activo ni funciones moderadoras
en la política, los Gobernadores que representan a Su Majestad en estos países
sí pueden llegar a hacerlo.
Tradicionalmente,
la representación del monarca en los antiguos Dominios, se encomendaba a un
gobernador británico nombrado por el gobierno de Londres. Actualmente, sin
haberse alterado su condición de representante de la Corona, el Gobernador
suele ser elegido entre los ciudadanos del propio país, por diversos
procedimientos, en general la designación la realiza el Primer Ministro como en
Canadá, Australia o Nueva Zelanda, aunque hay excepciones, así en Papúa Nueva
Guinea, el nombramiento lo realiza el Parlamento, dejando, en cualquier caso,
el at Her Majesty's pleasure en mero
formalismo.
Isabel II reina del Reino Unido
Estos
jefes de Estado de facto se asemejan
más a un Presidente de República parlamentaria que a un monarca. El sistema
mayoritario de su designación favorece la dependencia del Gobernador del
gobierno que lo ha nombrado. El perfil de "ciudadano de prestigio"
que suele buscarse favorece la llegada al cargo de personas alejadas de la
lucha política. Sin perjuicio de que puedan llegar a manifestar ideas propias,
inclusive críticas con la política del país, prima facie su lealtad al gobierno está garantizada. Ahora bien, se
pueden encontrar casos, en que los cambios de gobierno hagan convivir al Primer
Ministro con un Gobernador de signo contrario pudiendo generarse entonces
algunas tensiones, representando la "crisis constitucional australiana de
1975" el más grave de estos escenarios, cuando a raíz de la imposibilidad
del gobierno laborista de Withlam para superar el bloqueo a sus presupuestos en
el senado de mayoría conservadora, el Gobernador Kerr, alineándose con el
criterio de la oposición, destituyó al Primer Ministro sin permitirle convocar
elecciones y nombró en su lugar al líder conservador Fraser. Pese a que el
Presidente laborista de la Cámara de los Comunes contactó con la Reina
pidiéndole que desautorizada a Kerr, cuya actuación era constitucionalmente
dudosa y, por otro lado, no dejaba de ser su representante, Isabel II declinó
invadir el papel constitucional del Gobernador. El resultado fue un
considerable aumento del republicanismo en Australia.
Para
completar el puzle de la Corona británica, debemos hacer referencia a los
catorce territorios británicos de ultramar y las dependencias de la corona. Los
primeros son territorios pertenecientes al Reino Unido, sin formar parte
integrante del mismo, aunque en algunos casos carecen de sistema de gobierno,
como las bases militares de Akrotiri y Dhekelia, o las deshabitadas Islas
Georgianas del Sur, muchos de estos territorios han alcanzado un notable nivel
de autonomía, como ocurre en Gibraltar, las Falklands o Bermudas, con un
gobierno propio. Ahora bien, a diferencia de las monarquías de la Commonwealth, en estos casos el Gobernador
es nombrado desde Londres.
De
igual modo, las dependencias de la Corona, es decir, las islas de Jersey,
Guernsey, y Mann, disponen de un sistema de gobierno interno, aunque con un
Gobernador nombrado por el gabinete inglés. La diferencia estriba en que las
dependencias no se consideran parte del Reino Unido, sino Estados
independientes que encomiendan a ese país su defensa y política exterior.
Ni
en el caso de las dependencias ni en el de los territorios, la Reina manifiesta
su voluntad en la elección del Gobernador que habrá de representarla. Además,
el papel de este suele ser más discreto que el de sus homólogos de los Estados
independientes de la Commonwealth.
Cerrando
esta comparativa, resulta interesante volver sobre una idea expuesta al
principio, la posibilidad de una monarquía como institución democrática fuera
del régimen parlamentario. Para ello examinaremos a Mónaco y Liechtenstein. Como
todos los microestados, estos pequeños principados son el producto de unas
singulares circunstancias históricas que aún hoy impactan en su modelo
institucional -mucho más que, pj, Andorra o Luxemburgo.
El
Príncipe monegasco disfruta de amplias competencias en la gobernanza de su
país, la constitución le atribuye el poder ejecutivo (art. 3 CM) y el
legislativo conjuntamente con el Consejo Nacional (art. 4 CM). Por no hablar de
que "los ministros del Gobierno son responsables ante el Príncipe de la
Administración del Principado" (art. 50 CM), no ante el Consejo Nacional,
el órgano legislativo. Las prácticas constitucionales y la legislación
ordinaria han enfatizado tanto la separación de poderes, como el distanciamiento
del Príncipe del poder ejecutivo real. Sin embargo, siguen existiendo
considerables carencias para que el poder legislativo controle al gobierno. Por
otro lado, el nombramiento del Ministro de Estado, el jefe de Gobierno,
requiere el plácet del gobierno francés,
siendo hasta 2002 necesario además que el candidato tuviera nacionalidad
francesa. Tal aval de un gobierno extranjero para que un país pueda constituir
el propio hace considerablemente discutible la soberanía del mismo, pero no nos
ocuparemos aquí de esta compleja cuestión.
Hans Adam II, Príncipe de Liechtenstein.
La
soberanía de Liechtenstein se salvaguarda de cualquier restricción externa. Al
igual que su homólogo monegasco, su Príncipe, el único monarca europeo que se
autofinancia, ha disfrutado tradicionalmente de amplios poderes, luego
constitucionalizados. No contento con esto, tras su ascenso al trono, el
todavía reinante, Hans Adam II
,
convocó un referéndum en 2003 para ampliarlos todavía más, bajo la amenaza de
que él y su familia abandonarían el país si no se aprobaba. Tras vencer, los
poderes del Príncipe se ampliaron notablemente, tanto en el ámbito legislativo
como en el ejecutivo.
Hasta
cierto punto, el gobierno de Liechtenstein ha quedado ubicado en una posición
similar a los ejecutivos decimonónicos que precisaban de la doble confianza de
Parlamento y Rey. Pese a que sus detractores hablaron de poderes dictatoriales,
la participación de los ciudadanos en las instituciones, particularmente a
través de la elección de la Dieta, los municipios, el derecho a la iniciativa legislativa,
y no se debe olvidar la institución del referéndum, ponen fuera de duda el
carácter democrático del Principado. Esto nos remite a la idea expresada supra de que una monarquía puede ser
constitucional y democrática, sin por ello ser parlamentaria. Así, Liechtenstein
y, en menor medida Mónaco, reuniendo estas dos características constituyen una
suerte de régimen monárquico más cercano, salvando las distancias con una
analogía republicana en puridad, a un sistema de gobierno semipresidencialista que
parlamentario.
Las
conclusiones que arroja nuestra
comparativa son las siguientes:
PRIMERA.-
España es una monarquía constitucional inserta en un sistema de gobierno
Parlamentario.
SEGUNDA.-
Como la mayoría de monarquías, nuestro Rey tiene reservado algún papel el
procedimiento de selección del candidato a formar gobierno, pero a diferencia
de los casos mayoritarios, en escenarios parlamentarios muy fragmentados la Constitución
le deja un margen discrecional para la elección infrecuente en otros países.
TERCERA.-
Resulta conveniente estudiar la posibilidad de aplicar fórmulas como la
holandesa o la sueca, creando la figura de un informer o simplemente ampliando el estatuto de funciones del
Presidente de las Cortes. De ese modo, los partidos dispondrían de un arbitraje
más efectivo en la elección del candidato y no se pondría a la Corona en una
posición donde pudiera transgredir su neutralidad.
CUARTA.-
Si hacemos nuestra la tesis de Kelsen, de acuerdo con la cual la jefatura de
Estado no debe necesariamente identificarse con una institución, sino con el
ejercicio de una serie de funciones, a saber, sanción y promulgación de leyes,
sanción de tratados internacionales, disolución del Parlamento, designación de
candidato a jefe de Gobierno etc.; en la medida en que diversos Estados, casos
p.j. de Suecia, Luxemburgo, Holanda o Andorra, desasocian a sus monarcas de
algunas de estas funciones transfiriéndoselas a otros órganos, podemos
plantearnos hasta que punto no existen varias instituciones desempeñando la jefatura
del Estado o, sencillamente, si su monarquía sigue desempeñando realmente ese
papel constitucional.